
-Lo más importante es que no se metan en lugares peligrosos -dijo don Galo.
-Si bueno, pero…-contestó Diego.
-¡Es que tu sabes… es como en todos lados!
-Mmm bueno si me lo imagi…
-Sabes además. Mira…
En ese minuto dejé de existir. El avión volaba desde Lima a Quito y en nuestra corrida de asientos nos acompañaba un quiteño que sumaba un par de wisquies a su apasionada conversación con Diego –mi primo Diego-.
-Una vez que hayas llegado a alllllí, debes coger el carro que te lleve allllla - agregaba don Galo. Diego aun no podía dar su punto de vista sobre los lugares peligrosos y yo me despertaba de mi siesta. El avión por su parte, aterrizaba al aeropuerto de Quito.
Quito es muy lindo, su centro histórico conserva lo que Santiago no, o sea, su identidad. Por las calles caminan negros, incas, blancos, gringos, rubios quiteños, mestizos e incluso nosotros.
A menudo se escuchan las coquetas risas de niñas escolares que chamuchean quizás qué cosas de nosotros, mientras nos miran. Ellas visten faldas que llegan hasta la mitad de las canillas y ocupan calcetines blancos hasta la mitad de los muslos –en un momento pensé que estaba en Irak o Usvekistan-.
Por estos días hemos entrado a unos lugares bastante grandes de estilo gótico, con mucho oro, vitrales hermosos y un altar cuyo techo pareciera no terminar. Las iglesias son riquísimas, pero pareciera que no. Entrar en ellas es caro, cuesta plata –eso es raro-. Incluso en un momento me quise confesar, pero no tenía sencillo. Salía algo así como 10 dólares o algo por el estilo. Cosa que no podía comprar, perdón confesar.
Ah! Fuimos a la “Mitad del Mundo”. Eso no más.
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