miércoles, 18 de marzo de 2009

La venganza de los no rubios


Recreación escrita hace exactamente un año, del libro “El nombre de de la rosa” del gran Humberto Eco.


Atrás dejábamos la inmensa nube café que cubre los cielos de Santiago, en discordia con la hermosa Cordillera de Los Andes, cubierta de nieve hasta los faldeos precordilleranos.
El destartalado auto Peugeot 206 del año 88, color café claro, sin ninguna de sus tapas en las ruedas, ni su insignia delantera y mucho menos pensar que los asientos permanecían con el cien por ciento de su esponja interna, era conducido por mi guía de tesis: el Guille, un viejo detective de sesenta años de edad, larga barba blanca, ojos azules penetrantes, finísimas cejas y un largo cabello liso.
El viaje era bastante corto, apenas unos cien kilómetros nos separaba de El Tabo. Además, las interminables historias del viejo Guille, junto a un viejo cassette de Leonardo Fabio que sonaba desde una roñosa radio, eran la dosis perfecta para que pudiera dormir un poco antes de llegar a la casa de la familia Paillamán.

-Bienvenido señor, usted debe ser don Guillermo, el detective que viene por los asesinatos. Yo me llamo Renzo y soy el estacionador de autos de la casa del jefe Allan.
-Un gusto conocerlo don Ringo –respondió el Guille, mientras yo me despertaba por el alarmante tono de voz del lugareño.
-Adelante, pase nomás. ¡Ya poh Mauro oh! ¡Anda a abrir el portón! –volvía a gritar Renzo.
-Gracias don Ringo. ¡Ah! Antes de que se me olvide, el quiltro que andaban buscando junto a su amigo del portón, se fue por esa calle en dirección al bosque, pero no va a llegar más allá porque en ese lugar vive una perra de raza que por estos días está en celos, además, es demasiado inteligente como para alejarse mucho de la casa de su amo, quien sin lugar a dudas le quiere mucho.
-¿Y en qué minuto lo vio oiga?
-No lo he visto, pero si es al Cholo a quien estás buscando, sólo puede estar donde yo te acabo de decir.
-¡Sha! ¿Y cómo sabe que se llama Sholo? –le preguntó anonadado el estacionador de autos.
-Pero obvio pues hombre, estas buscando al Cholo, el quiltro favorito de Allan, el perro más sabio de la casa de los Paillamán, pelo negro y largo, chico, cola larga, de esas que pasan a llevar cualquier objeto que tenga por delante cuando está contento. Se fue en dirección al bosque, a la casa de la perra de raza, le juro.
-Shuu. ¡Ya Mauro oh! ¡Tenimo que picarla! –Así don Renzo -Ringo según mi guía- se perdía junto a un joven muchacho, en busca del perro de Allan Paillamán.
Una vez adentro, el Guille detuvo el Peugeot 206 y nos bajamos con nuestros bolsos de viaje. El suelo de los estacionamientos era de maicillo, el aire marino que se sentía hasta los pulmones, era excusa suficiente como para no querer volver nunca más al Gran Santiago.
El camino desde el auto a la puerta de la mansión de los Paillamán era bastante largo. Los jardines eran preciosos, adornados con rosas de todos los colores y el terreno de la casa, de unos 10 mil metros planos, estaba cercado por pinos de exquisito aroma.
Durante la caminata, le pregunte al Guille sin poder sacarme la curiosidad de la cabeza, que cómo había podido saber todo acerca del perro.
-Queridísimo Matute…
-Matías –repuse.
-Bueno, bueno, Matías, a lo que voy es que durante todo este tiempo que he convivido contigo, te he intentado demostrar que todas las situaciones de nuestras vidas tienen huellas de por medio que nos dejan pistas de algo. Me da casi vergüenza tener que explicártelo sin que lo hayas podido entender por tu cuenta, pero bueno, qué más da. En la arenosa tierra de la que está compuesta la calle por la que veníamos, noté que aun permanecían frescas las huellas de pequeñas patitas de perro, de pasos muy cortos, junto a algunos pelos negros que estaban ahí producto de que solamente un perro de pelo largo pelecha a tal magnitud. De ahí deduje que se trataba del típico quiltro negro y chico que camina tan apurado que sus patas no se logran distinguir unas de otras, ni siquiera las traseras con las de adelante. Además, unos doscientos metros más adelante, noté que había una inmensa jauría de perros tras un portón de rejas de una casa privada. Por eso pensé que se trataba de una perra en celos, que por deducción de la lujosa casa, la perra debía ser de raza.
-Está bien, entiendo, pero que hay del nombre, cómo supiste que se llamaba Cholo –le dije impresionado.
-¡Pero huevón!, cómo no tienes un poco de imaginación. Qué otro nombre le pondrías a un perro quiltro de provincia, pequeño y de pelo negro que no sea Cholo –me respondió como si se tratase de una respuesta lógica.
Así era el Guille, capaz de leer todas las situaciones, encontrar hasta las más rebuscadas pistas y rastros. Era un guía perfecto para preparar mi tesis de la carrera de peritaje que estaba a punto de sacar, sin embargo, para poder convivir con él, había que estar despierto prácticamente en cada minuto.

Cuando llegamos a la puerta de entrada de la inmensa casa color rosa, custodiada por dos leones de piedra y enmarcada en oro puro, nos salió al paso el mayordomo, el señor Malaqueo, quien apenas abrió la boca para llamar de un grito a Allan, fue interrumpido por este mismo, que bajaba de una inmensa escalera de mármol que daba con el salón de entrada. Allan Paillamán, de unos cincuenta años de edad, era pequeño, de no más de un metro sesenta, pelo negro, nariz gruesa, piel morena y voz grabe. Ese hombre cubierto de una bata de seda roja y una cadena de oro que colgaba de su moreno cuello, bajaba con entusiasmo a saludarnos.
-¡Querido Guille, mi viejo amigo!, me he acordado tanto de ti. Hace mucho tiempo que no nos vemos.
-Así es Allan, mucho tiempo –contestó con simpatía el viejo.
-Y bueno, ya te imaginas por qué te han citado en mi casa.
-Algo me contaron. Algo de un asesinato de…
-¡No uno! ¡son miles! –interrumpió Allan. Todos los días aparece un nuevo muerto, es espantoso Guille, ya no sé qué más puedo hacer. Son tan humildes, tan serviciales y trabajadores. Estos rotos rubios caen como piezas de dominó, uno tras otro. ¡Sin embargo son tan buenos!
-Creo que ya entiendo lo…
-¡Bueno! Está bien, pueden pasar muchas cosas, pero nada impedirá que nuestra fiesta de hoy sea un gran evento. –Al segundo miró a Malaqueo y le hizo un gesto con la boca, que era perfectamente interpretado por el mayordomo.
Malaqueo nos abrió la puerta de una casita al costado de la mansión, ahí era donde nos quedaríamos a dormir mientras mi guía descubría el acertijo de quién había sido el asesino de los humildes trabajadores rubios de Allan Paillamán. En el interior de la casita o habitación, debido a la pequeñez del lugar, estaba el Cholo, que había vuelto de sus andanzas. El quiltro estaba en el suelo mordiendo un lápiz labial morado, hecho que provocó un gesto de impresión en Malaqueo, quien con los ojos abiertos echó a punta de patadas al perro.
Eran las cinco de la tarde y el sol comenzaba su descenso final antes de esconderse por el mar. En la cama de al lado estaba el Guille, que apagaba un cigarro antes de echarse a dormir. Yo por mi parte, terminaba de leer un libro acerca de la Santa Inquisición y los errores de la Iglesia medieval.

Al entrar al salón, noté que la familia Paillamán no debía ser una fiel representación de las tradiciones mapuches. Pues en la pared del fondo estaba montado un espectacular escenario con modernos parlantes y novedosas luces. El resto era una gran mesa donde podían comer hasta cincuenta personas –donde cabía al justo la familia mapuche-, también había una pista de baile y todo estaba adornado con globos rosados.
Una vez que los familiares bebían sus primeras copas, el sonido de un cubierto golpeando un vaso hasta casi quebrarlo, llegaba a romper los oídos de los invitados. Aquel ruido provenía de la cabecera de la gran mesa, donde Allan hacía la presentación de la glamorosa gala, compuesta por una comunidad mapuche, cenando al ritmo de una pegajosa cumbia.
-Quiero darles la bienvenida a mi familia que ha venido desde muy lejos a visitarme en estos días de dolor, producto de la muerte de mis sirvientes rubios y humildes, que murieron dejando una imagen consagrada en la retina de la familia Paillamán. Sin embargo, la mejor forma de olvidar los malos momentos, es celebrando. ¡Salud por los rubios difuntos!
Así, los invitados comían al ritmo de Chichi Peralta y bebían al son de una cumbia villera. De pronto, en un abrir y cerrar de ojos, me di cuenta de que todo había cambiado. Nunca supe cómo el tiempo pudo avanzar tan velozmente, pero sin ni siquiera darme cuenta, la gente ya bailaba entusiasmada en la pista de baile.
Pasados los minutos, las horas, los bailes y los tragos, me fui sintiendo cada vez peor, tan mal que debí sentarme un rato. Estaba tan mal, me sentía tan desposeído, que el lugar donde estaba sentado, era un fiel reflejo de mi bochornosa ebriedad. Vale decir, un asiento como si fuera una pera gigante, con patas unidas por una túnica de lana color gris y un respaldo adornado con un llamativo collar de cobre y plata, hacían de esta cómoda silla, una vieja mapuche de casi noventa años.
La situación era estúpida, pero todo el mundo reía, las carcajadas me llegaban de todos lados, incluso desde el punto más cercano, la madre de Allan, mi supuesta silla.
En ese instante, cuando todo era alegría, las puertas de la cocina se abrieron de par en par y apareció un empleado rubio gritando: ¡El cocinero alemán está muerto! Los invitados se pusieron de pie y comenzaron a gritar, entonces miré a mi alrededor, pero mi guía ya no estaba ahí, sino que había emprendido una corrida hasta la cocina, que prácticamente lo mató por la falta de aire y del posterior resbalón que se pegó al entrar en ella.
Al ingresar a la cocina, vi a un gordo extremadamente grande, pelo rubio y ojos verdes. Era el cocinero alemán que estaba ahí tendido y muerto. La situación era extraña, su lengua estaba morada, al igual que sus uñas y sus labios. Esa imagen era aterradora, la cara del cocinero estaba gris y mantenía los ojos abiertos al cien por ciento. No pude seguir mucho tiempo más mirando el cadáver, cuando el Guille me dijo: -Matute ya sabes que hacer, tú solo debes llegar –yo no entendía nada, pero creí que debía ser algo obvio que yo como de costumbre no podía comprender.
Corrí por los jardines de la mansión, corrí mucho, al parecer di muchas vueltas alrededor del lugar y nunca me di cuenta. Al final me encontré solo en una de las cinco habitaciones que rodean la mansión. Estaba todo oscuro. Al rato logré detectar a un extraño ser que cargaba algo en su hombro, que en un principio parecía ser un saco de tela café, luego, y a partir de la forma, me di cuenta de que ese saco tenía una forma alargada, de mitad ancha y en la punta una suerte de cabeza. Claro, cuando esa persona dejó caer el saco, de su punta se asomó una cabeza. ¡Una cabeza de un muerto! Pensé en ese minuto que eso se lo debía contar de inmediato al Guille, mas al intentar ponerme de pie, un brazo me detuvo. En un primer instante tuve miedo, mucho miedo, sin embargo, desde un pequeño espacio de luz, proporcionada por la luna, pude ver uno de los rostros más lindo que nunca haya visto. Su pelo rubio largo y liso, piel delicada como un cristal y de ojos perfectamente redondos.
Esa cara me congeló por un tiempo prolongado, sin embargo, la chica de unos quince años comenzó a besarme con vil desesperación, hasta que se detuvo y comenzó lentamente a quitarse su vestido. Su cuerpo desnudo era perfecto, su pelo se dejaba caer por sobre sus pechos, para luego dar paso a una delgada cintura que se volvía a contorsionar para formar unas desbordantes caderas.
Al ver todo esto, sentí que había perdido el control absoluto de mi cuerpo, y no por mi estado de ebriedad, que en ese momento ya no lo estaba, sino que por el hecho de ver semejante belleza. Mi cerebro concentró todas mis aptitudes únicamente para maravillarme. Aunque aquellos diez segundos de inmovilidad, que a mi parecer se trató de días, hasta semanas, fueron interrumpidos por los feroces deseos sexuales de la joven, quien se abalanzó sobre mi para quitarme la ropa y hacerme el amor.

-¡Matute!, ¡Matute! -era la voz de mi guía, que me estaba buscando.
-¡Acá no hay nada! –le contesté apenas pudiendo hablar, mientras salía de aquella habitación.
-Matute encontré el lugar, tenemos que ir al subterráneo de la cocina –me dijo el Guille con cara de sospecha. Expresión con la que me di cuenta de que sabía en lo que estaba. No me pude imaginar cómo lo supo, pero tenía la certeza de que lo sabía. En ese minuto Guille tomó su linterna y se dirigió a los estacionamientos. Yo lo seguía avergonzadamente.
No habíamos caminado mucho, cuando de la oscuridad apareció un hombre pequeño, bastante moreno y de nariz similar a la de un indio mapuche. Al acercarse más aun hacia donde estábamos, nos dimos cuenta de que aquella persona era Renzo, el estacionador de autos que en la tarde nos hizo pasar a la mansión.
-¿Pa onde cree que va el parcito? –nos atacó inesperadamente con aquella frase.
-Hubo otro asesi… -intenté explicarle cuando mi guía me detuvo.
-Venimos a buscar el auto, ya nos vamos, la cena estaba de lujo –respondió el Guille, sabiendo perfectamente lo que tenía que hacer en ese instante.
-Shu… discúlpeme por lo grosero don Guille, es que me confundí de…
-Está bien, no se preocupe –le interrumpió mi guía dejándole además una mezquina propina en la mano izquierda.
Por entonces, yo creía no entender nada, hasta que nos subimos al Peugeot 206. Mi guía encendió el motor y partió rumbo al portón que debía estar custodiado por Mauro. Sin embargo Mauro no estaba, ni tampoco se escucho a Renzo gritar: ¡ábreles el portón Mauro oh!, peor aun, Renzo ni siquiera seguía cuidando los autos.
Al salir de la casa de los Paillamán, el Guille cambió de ruta y se fue en dirección a la reja de la casa donde vivía la perra en celos, esa que era de raza. No quise preguntar nada, pensé que era mejor averiguar por mi mismo qué era lo que sucedía.
Estacionamos el auto afuera de la propiedad privada para ser discretos. Nos bajamos silenciosamente y trepamos una muralla que daba justo con unos arbustos que nos servían de escondite en el caso de que notasen nuestra presencia. Una vez adentro, avanzamos unos metros hasta que vimos tres grades fogones y dos personas cargando los sacos cafés con sus respectivos cadáveres, donde algunos de ellos yacían al descubierto en el suelo, con sus labios, uñas y lenguas marcadas con lápiz labial de color morado. Entonces se expandió un olor que nunca había olido, pero que no sabía cómo explicar que ese olor era a cuerpo quemado.
Comprendí levemente que algo muy feo estaba ocurriendo, pero aun no pensaba en algo certero cuando el Guille me dijo en silencio, apuntando a la vez con el dedo: Mira eso, parece que van a ahorcar a alguien.
Al ver esto último, nos acercamos un poco más. El cielo aun estaba oscuro, eran alrededor de las cinco de la mañana, cuando me di cuenta de que una de las personas que iban a matar ¡era la chica con la que había hecho el amor hace un par de horas!
-¡Ella es…!
-Lo sé –me dijo mi guía.
-Mira, la otra víctima es Mauro.
-¡Ya está!, ¡Volvamos a la mansión!
Seguí sigilosamente al Guille en dirección a la casa de los Paillamán.
Cuando llegamos ahí, notamos que Allan, Malaqueo y Renzo se subían rápidamente a un auto, con la intención de escapar lo antes posible del lugar. Entonces mi guía sacó un arma que nunca supe que la tenía y disparó al aire. De lejos se escuchó gritar a la chica de la población, el auto con los tres prófugos en su interior, emprendió la marcha a una gran velocidad, pero de nada sirvió la espectacular maniobra del chofer, ya que el Guille pudo darle con dos disparos certeros en una de las ruedas y en el motor, por lo que el auto quedó estático justo en el portón de la mansión.
De pronto, los tres hombres que estaban en su interior fueron acorralados por un centenar de cabezas rubias, por lo que intuí lo que iba a pasar. Nunca más se iba a saber nada acerca de Allan Paillamán y sus secuaces.
En ese instante, junto a mi guía, corrimos hacia la mansión, pero nadie estaba ahí, ni siquiera la familia mapuche. Entonces decidimos volver a la propiedad privada de la perra en celos.
Cuando llegamos, una multitud de mapuches golpeaban a los individuos que pretendían matar a Mauro y a la chica de la población. De inmediato comprendí lo que pasaba, por lo que, junto al viejo detective, nos subimos al auto que dejamos estacionado entre la mansión y la reja metálica y volvimos al portón de los Paillamán a buscar los bolsos que habíamos olvidado.



El día amanecía y el Guille manejaba al son de las canciones de Leonardo Fabio, mientras yo miraba por la ventana y podía observar que a los alrededores de la mansión, en las calles aún festejaban los familiares, pero esta vez lo hacían junto a quienes fueron víctimas de Allan, los rubios.
Al dejar atrás la muchedumbre, mi guía detuvo la marcha con el motor aun encendido. Al no entender qué pasaba, comencé a mirar a mi alrededor, hasta que mis ojos se detuvieron en aquel rostro cristalino, de ojos redondos y cabellos largos. Era ella, parada afuera de mi puerta, mirándome como pidiéndome que me la llevara devuelta al Gran Santiago, mirándome con ruego, como si yo fuera la salvación de su vida. Yo la miré durante un minuto, que para mi fueron años. Agaché la cabeza y le dije al Guille que acelerara nuevamente.
Esa mirada triste de la chica más bella que nunca haya visto jamás, fue lo último que vi en años. Nunca más supe nada de ella, pero la recuerdo cada día de mi vida.