Viajes

Sólo comencé a hacerlo desde el año pasado, cuando viajé fuera de Chile por última vez. Fue Ecuador, pero casi no había Internet y los que estaban disponibles, casi no funcionaban. El último fue Pelluhue, ayudando luego del terremoto.

Equipo de ayuda


La postal de bienvenida pareciera nunca acabar. Son 600 metros de asfalto quebrado los que hacen de entrada a Pelluhue, un pueblo costero ubicado en la Región del Maule, arrasado por las olas en un reciente tsunami que acabó con la caleta de Marisqueros, principal fuente de ingreso del lugar.
A los costados de la carretera se ven casas partidas en dos, microondas, televisores rotos, tijeras, peinetas, ropa esparcida por cualquier lugar. 50 metros después, lo que antes era un pequeño estadio de fútbol, esta vez sirve de botadero de embarques que fueron arrastrados por olas de hasta 13 metros. Ahí, entre medio de los escombros, un grupo de niños perseguidos por un pequeño quiltro negro, juegan a pillarse, como si nada malo les hubiese pasado, como si no supieran que esta noche deberán dormir en carpas, esperando que lleguen las mediaguas de tres por seis metros, que reemplazarán sus olvidadas casas pesqueras, donde sus madres vendían pan amasado y pasteles, y donde sus padres llegaban cada tarde desde la caleta, con alguna reineta o pez de roca para la comida.
La camioneta en la que viajo no se detiene nunca. Arriba vamos un grupo de ocho voluntarios con palas y picotas. Nuestra misión es limpiar lo más rápido posible las casas que aún quedan paradas. Atrás de nosotros, en un segundo auto, van cuatro mujeres, cuya misión es distraer a los niños de Pelluhue con juegos, actividades, cine en la plaza y fiestas de disfraces. Sin embargo, algo me dice que su tarea no será de urgencia, que la distracción ya está inserta en ese grupo de pequeños que corren con una risa eterna, algunos con un pan a medio morder y otros sacando las pulgas de mar que sobreviven al costado de la calle, en uno de los miles de charcos que dejó el mar. Tras ellos, como telón de fondo, se ve el humo de quema de basura, son diez fogones repartidos por la caleta, en la playa, en lo que alguna vez fue un parque o cancha de básquetbol. En el final de la carretera, o lo que queda de ella, hay dos carros de bomberos que reparten agua todas las mañanas y tardes. Y casi no se ven árboles, solo arena negra esparcida entre madera quebrada.
Cuando finalmente llegamos al sector más afectado de Pelluhue, un gordo de larga barba negra y tapizado en piercings nos recibe con los brazos extendidos, como si esperase con ansias nuestra llegada, como si aquí viniera la solución que tanto esperaron durante dos semanas. Ramón nos habla de que pese a haber perdido su casa y su auto, su “reconciliación con Chile” le ha ayudado, dejó de lado los prejuicios y dice que conoció la solidaridad de los chilenos y de los países, cuyas tropas militares llegaron al Maule para solidarizar.
Esa mañana nos encargamos de quitar los escombros que cercaron las calles, habilitamos otras casas llenas de jaibas, basura, arena y algas de mar, ayudamos en el traslado de comida para la zona que administra Ramón, donde junto con nosotros, otro grupo de voluntarios termina de instalar los pilotes que darán paso a 30 mediaguas.
El sol se esconde en el mar, dejando una extraña combinación de colores naranja en el cielo y gris en la tierra. Las cuatro mujeres que nos acompañaron en el viaje han vuelto y junto con ellas, una gran masa de niños que ronda entre los cinco y nueve años. La risa en ellos es la misma que en la mañana, la diferencia es que ahora sus caras están pintadas, con narices y bigotes de gatos y un dulce en la mano. La pelota también les sigue y es perseguida por un par de chicos que usan a la gente que se les cruza como rivales a los que hay que eludir para hacer el gol.
De pronto, del grupo de gente aparece un pequeño de seis años comiendo una galleta y sosteniendo con su mano derecha, una armónica que rescató de entre las ruinas. Su pelo rubio reluce a pesar de que la cara la tiene sucia y su cuerpo lleno de arena y migas de la galleta que mastica esporádicamente. Cada cierto tiempo le da una soplada al instrumento.
-Quiero ser músico -me dice como si llevásemos un largo rato conversando, quebrando el silencio.
-¿Ah sí? Eres bueno para la armónica –le mentí.
-No. Yo sé que no, pero me gustaría aprender.
-Lo que pasa es que no solo tienes que soplar, prueba también aspirando.
El pequeño, de grandes ojos azules, intentó lo que le aconsejé y notó que dio resultado. Se detuvo como pensando que descubrió algo valioso, me miró unos segundos y se largó a correr llamando a su mamá, corriendo descoordinadamente hacia su carpa, dando saltos y tocando la armónica en su nueva forma.
Aquel niño del que nunca supe su nombre, estaba feliz, había descubierto una nueva entretención, su carrera como músico comenzaba a realizarse porque ya había aprendido lo suficiente como para seguir tocando por meses hasta recibir un nuevo consejo.
Al subir a la camioneta noté que sin ser músico, mi ayuda en Pelluhue comenzaba de buena manera. Sin cavar mucho con la pala, ya había ayudado a una persona, había hecho feliz a un niño, cuya inocencia nunca tomó las dimensiones del tsunami que acabó con su casa