jueves, 24 de septiembre de 2009



Vivirlo para no contarlo


Se tomó una pausa –la única de todo el juego-, botó todo el aire que aparentemente no tenía, apoyó su raqueta contra el asfalto y como era de costumbre, o quizás por mera cábala, se inclinó para rápidamente volver a levantarse। El sol pegaba fuerte y el silencio no era el que acostumbra en una cancha de tenis. Finalmente, Marcelo Ríos se decidió a sacar. Miró desafiante a su rival, lanzó la pelota amarilla al aire y pegó un servicio sin malicia, sin fuerza ni mucho menos colocado. Sin embargo, la devolución del histórico Andre Agassi se quedó en la malla.
En ese instante, el nuevo número uno del mundo se quedó intacto, como esperando que el partido siguiera, pero eso fue sólo durante una milésima de segundo, ya que inmediatamente después, la raqueta del flamante campeón se vio volando por sobre el público del estadio. Todo el mundo celebró, no sólo los cerca de 200 chilenos que saltaban en las graderías, sino que el resto del continente también lo hizo. En la caseta del canal deportivo ESPN, Javier Frana no habló por un buen rato, hecho que evidencia la primera vez que un trasandino lloró de emoción por un chileno.
Ese 29 de marzo de 1998, lo impresionante no fue el triunfo en el torneo Súper 9 de Key Biscayne –todos sabían que él ganaría-, sino que por vez primera se vio al Chino Ríos expresando alguna emoción. La primera y última de felicidad.

El recambio de tenistas chilenos había sido nefasto luego del retiro del ahora capitán del equipo nacional, Hans Gildemeister. Es decir, desde 1986 que en nuestro país no existía un representante digno sobre una cancha de tenis, cuando en ese año, junto al ecuatoriano Andrés Gómez, Hans logró ser el número uno del mundo en dobles. Además, en el 79, llegó hasta el puesto 12 del ranking ATP.
Dadas las condiciones, Marcelo Ríos y su mortal zurda se lanzaron sin ropa ni zapatillas al deporte de los viajes solitarios, siendo el primer aviso de lo que se vendría: hacerlo sin saberlo, lograrlo sin recordarlo.
Precisamente comenzó a hacerlo a los 14 años. El enorme talento de un indefenso cuerpo trasladó su frontal carácter hasta Bradenton, Estados Unidos, y lo ubicó en el rancho de un tal Nick Bollettieri, quien luego de ver cómo su maravillosa zurda hacía proezas, pensó que lo más digno de un tenista sudamericano como el Chino, era dejar ese deporte por “falta de condiciones”.
Pero Marcelo Ríos seguía jugando torneos, algunos los ganaba y otro los perdía en la final. Sea como sea, ninguna crítica lo sacó de la pista, ni siquiera la de alguna voz autorizada –John McEnroe y el eterno dos, Guillermo Vilas-, ni mucho menos la de asustadizos periodistas que en algún minuto se encontraron con esa melena de ojos rasgados y de mirada hiriente, que esbozaba una fugaz y pequeña mueca de risa luego de alguna pregunta poco clara.

Lo hizo y no supo cómo, lo logró, pero no lo recuerda. Con 17 años ya era el mejor del mundo en juniors habiendo ganado en Japón y en el US Open, pero nunca le dejaría un puesto en su memoria a esta última hazaña, debido a que no le otorgaron el Court Central para disputar la final. Así, un molesto y delgado petizo se movió a recibir su premio casi sin levantar la cabeza, demostrando su furia contra la organización del torneo. Aquella mente sin emociones ni recuerdos empezaba a ser conocida en el circuito de jugadores profesionales.
Un año después comenzó su carrera ATP y jugó su primer Grand Slam en París. Ganó el partido inicial y luego no se duchó, tampoco se cambió: no era necesario porque en la cancha central jugaba su próximo rival, quien debía ser estudiado por la aguda mirada del chileno.
Dos días después de su debut, el Chino salió a dar pelea nuevamente. Su cara era la habitual, un par de sacadas de lengua, la pequeña mueca de riza dirigida a algunos periodistas y su mirada sin preocupación alguna, esperaba a que el calentamiento competitivo finalizara de una vez por todas. No estaba de ánimo, nuevamente no iba a jugar en el Court Central y eso lo deprimía; sólo pensaba en despachar rápidamente a su rival: Pete Sampras.
Sobre la cancha las cosas sucedían en contra de lo habitual. Un pequeño joven de shorts a mitad de muslo, grandes zapatillas, llamativa polera de colores, enormes aros en sus orejas y una gorra puesta hacia atrás, era la bisagra que lograba sacar de la cancha al número uno del mundo. Para los espectadores, ver cómo aquella zurda dejaba en ridículo al más grande, les hacía pensar que posiblemente estaban en presencia del próximo jugador más talentoso de todos los tiempos.
La tónica del partido fue un Sampras corriendo de lado a lado, de atrás para adelante, en el piso o de pie, afuera y adentro. Al otro lado, y como si jugara la Copa Milo, Marcelo Ríos gozaba de un partido que pese a su sorpresivo juego, terminaría perdiéndolo. Cuando finalmente se acabó, el público se puso de pie para aplaudir al nuevo fenómeno, en Chile hubo celebraciones y los medios franceses lo nombraron hasta que terminó aquel Roland Garros. Sin embargo, la soberbia del petizo agrandado fue más que él y partió indignado hacia camarines, frustrado por haber perdido su punto para set en la segunda manga.

A partir de entonces, el jugador explotó aún más su segundo talento que lo acompañaría en su ruta hasta la cúspide del tenis mundial. En el camino aplastó con su magia, pero también derrotó con su ironía a quien no le simpatizaba, nunca ameritó el triunfo del rival, a veces ni siquiera les dio la mano una vez terminado el partido, realmente gozó humillando a los argentinos en su propio país y con sus eternos premio limón terminó por convencer a los franceses de que el sudaca no era él.

Apocalipsis de la zurda mañosa.

Al volver a su país, luego de ganar Key Biscayne, Marcelo Ríos se encontró con enormes mareas humanas que se formaban desde Plaza Italia hasta su propia casa en la comuna de Vitacura. Ese mismo día visitó el Palacio de La Moneda y desde el balcón presidencial, junto al mandatario Frei, saludó a la gran masa de chilenos que repletaba las calles de Santiago.
Al poco rato, tomó el auto y partió rápidamente a su casa. Llegó, se acostó y sin pensarlo mucho se dio cuenta de que lo había logrado todo y ya no había más por hacer. Por eso, casi al día siguiente, decidió llamar al estricto Larry Stefanki, entrenador que lo llevó a la gloria con la misma metodología que utilizó Rocky Balboa para ganar el campeonato mundial de boxeo. El Chino pensó en eso y sin saberlo, ni mucho menos recordarlo, tomó la última decisión como número uno del mundo.

En menos de tres meses, la zurda mágica nunca volvió al puesto que cualquier otro deportista con su talento hubiese logrado. El fastidio de los exigidos entrenamientos no volverían a molestarlo. Ríos, definitivamente nunca nació para ser un tenista profesional. Tenía la muñeca y la mano, pero no los dedos para el piano. Así, el más grande de todos los tiempos volvió donde un viejo, pero inexperto conocido, Nick Bollettieri.
Repentinamente se comenzó a ver a Marcelo en variados autos deportivos –con uno de ellos atropelló a su gran amigos Astorga-, peleando descoordinadamente con la policía francesa, rompiendo sillas en bares, pagando multas de 10 mil dólares, casándose de blanco y con cola en la iglesia del cura Hasbún e insultando al gran Vilas en su propio país. Su gran problema fue que a pesar de dejar el Top Ten, siguió siendo portada de revistas y diarios.
Jugó solo, sin entrenadores que le exigieran nada, pero aún así, nunca volvió a ganar partidos. Bruscamente, el Chino cayó hasta el puesto 300 del ranking ATP y con tan sólo 27 años, la magia del irreverente talento dejó de maravillar al mundo. ¿Cómo? No lo supo jamás y tampoco lo recuerda.

Hoy día Marcelo Ríos cambió de disciplina. La gloriosa raqueta realiza clínicas deportivas para niños con riesgo social, relata partidos moderadamente, de vez en cuando se le ve reír y ve a su hija portorriqueña cada dos meses. A ella la visita en su nueva casa ubicada en un conocido rancho donde alguna vez le dijeron que no tenía el talento suficiente como para ser tenista. Sin embargo, la pequeña se entrena en la cancha “Marcelo Ríos” y cada vez que quiere, visita la biblioteca del campamento de tenis de Bollettieri para ver algunos videos de su padre.
El tiempo le daría la razón al más talentoso ser humano que se haya parado sobre una cancha de tenis, no obstante, nunca sabrá cómo llegó a serlo, ni qué pasó en los tiempos en que el tenis mundial era un verdadero espectáculo de magia.

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