martes, 28 de octubre de 2008

El "Tiburón" Contreras

Hace dos años escribí mi primer reportaje interpretativo con algún grado de éxito. Esta aventura -llena de errores de redacción y falta de vocabulario de un típico mechon, no extremadamente destacado- que se inicia en Valparaiso, tanto para el pequeño reportero como para el protagonista de la historia, tiene el encanto de ser el primer trabajo hecho con dedicación para una familia tan acogedora como su humilde casa porteña, o sea, los Contrera.

Esa mañana de verano, Víctor tenía tan solo 12 años de edad y como ya era de costumbre, se preparaba para tirarse al mar desde el Muelle Prat. Se levantó temprano, tomó una leche, se comió un pan y sin ducharse, ni mucho menos arreglarse, salió corriendo desde su casa en Valparaíso.
- ¡Salte del agua cabro oh! -le gritaban dos pescadores que volvían en su bote. Sin embargo, Víctor no escuchaba nada, seguía braceando torpemente a mar abierto.
- ¡Por la chucha, salte del agua pendejo! -insistían los pescadores, pero Víctor seguía en lo suyo. Sin más opciones, el bote se acercó al pequeño nadador, uno de los dos hombres lo agarró del brazo y lo sacó del mar.
- ¿Por qué no hací caso cabro mierda?
- ¿Caso de qué?- preguntaba Víctor.
El otro pescador, con una risa de alivio, apuntó con el dedo una parte del mar. Víctor miró y se dio cuenta de lo que le decían. En el mismo lugar donde él nadaba, estaban dando vueltas nada menos que tres tiburones, dos chicos y uno más grande. Fue en ese minuto, cuando el hombre que lo había sacado del mar le dijo: “ya tiburón, te vamo a llevarte de vuelta al muelle”.


Tomé el metro en dirección a la estación Universidad de Santiago para tomar el primer bus que saliera a Valparaíso. A pesar de que la primavera recién comenzaba, el calor era de verano, los pantalones se me pegaban al cuerpo y transpiraba mucho.
Llegué al Terminal de buses y compré un pasaje en un bus Pullman clásico. Me senté en un asiento de la mitad, pegado a la ventana. Casi nadie viajaba ese día, desde mi asiento miraba los andenes y no había mucha gente, incluso pude ver solo a un vendedor de diarios, de esos que se suben a los buses. Otro que vendía cuchuflis estaba sentado a la sombra, con su gorro en la mano, no paraba de sacarse la transpiración de la frente. Así, con unos diez pasajeros, el chofer del bus prendió el motor y empezó el viaje. Traté de leer, pero me quedé dormido cuando no llevaba ni siquiera una página del libro. Cuando me desperté, ya habíamos llegado al Terminal de Valparaíso, el día estaba horrible, el cielo gris y yo solo andaba con una polera de manga corta, pantalones y un poleron de verano. Llevaba solo una mochila con un cuaderno para anotar, un libro que se llama “El viaje del Brendan” y cinco mil pesos para el pasaje de vuelta y para comer algo por ahí. Me bajé y salí rápidamente a preguntar por la Municipalidad (yo creía que ahí me podían dar la dirección de la casa del “Tiburón” Contreras). Le pregunté a un taxista viejo, que me dio una indicación a la cual seguí al pie de la letra, pero que sin embargo no me llevó a donde yo quería, sino que al Teatro Municipal. Entre risa y rabia seguí caminando, las calles estaban colapsadas por escolares, eran las 13:15 hrs. y al parecer los colegios salían más temprano ese día. Le pregunté por la dirección de la Municipalidad a una vendedora callejera, extremadamente gorda y vieja, ella me mandó de vuelta al lugar de donde yo venía. Ya había caminado un buen tramo y le pregunté a un hombre de unos cincuenta años.
- ¿Para qué quiere ir pa´ allá? -me preguntó de vuelta.
- Necesito saber dónde queda la dirección de la escuela de nado “Los Delfines”.
- Ah! Donde trabaja el tiburón. Yo soy amigo de él, pero a esta hora él está en su casa pue. ¿Quiere la dirección?
No lo podía creer, tan solo una cuadra antes de la esquina entre Avenida Colón y la Avenida Argentina estaba la casa de Víctor “Tiburón” Contreras, al lado de una vulcanización, era una casa gris, colonial, bastante humilde y antigua, de esas casas pareadas y angostas. Entonces me acerqué a la puerta y toqué. Rápidamente me abrió una señora de unos cincuenta y cinco años, llevaba puesto un chaleco café y una falda larga. Era un poco baja, con ojeras marcadas, pero con una cara que demostraba entusiasmo, se veía muy simpática.
- ¿Diga?
- Buenos días. ¿Está don Víctor?
- Sí, lo llamo altiro. -y me hizo pasar mientras lo iba a buscar.
La casa era muy antigua, por lo menos así se veía, era de techo alto, un pasillo largo de madera que crujía en exceso, las paredes estaban decoradas con algunos calendarios que seguían marcando el mes de marzo y solo se podían ver las puertas de las piezas. Al rato aparece un hombre de casi sesenta años, muy bajo, de cara añeja, pero siempre con ánimo, piel morena al igual que su pelo, el que estaba peinado con gomina hacia atrás. Llevaba puesta una bata roja con negro, se veía que no tenía una polera debajo y caminaba con zapatillas de levantarse. Tenía una pulsera de oro en su muñeca izquierda que decía su nombre y caminaba con el pecho inflado, demostrando una actitud de superioridad y de un ser absolutamente soberbio.
- Cuénteme, ¿qué quiere?
- Quería hablar con usted, me interesa que me cuentes sobre el nado por el estrecho de Magallanes.
Me pidió que lo siguiera y me hizo entrar por una de las puertas del pasillo, la que daba con el comedor. El comedor era amplio, sus paredes celestes estaban decoradas con numerosos premios, medallas, recortes de prensa y miles de galardones por la trayectoria de Víctor como nadador. Mafalda, su señora, la mujer que me recibió cuando llegué a la casa, me ofreció un café mientras me sentaba en la mesa.


Víctor ha sido muy unido a su esposa, casi nunca está sin ella, sin embargo, ese día todo era distinto, esta vez la tuvo que dejar y por más de dos semanas. El almirante Merino que era el que estaba a cargo de la travesía, no había dejado que Mafalda acompañara a su marido, decía que podía arruinarlo todo en caso de algún accidente. Ella siempre decía que si veía a Víctor en un estado crítico dentro del agua, sería capaz de tirarse ella misma para rescatarlo, hecho que el almirante tomó en cuenta como excusa más que necesaria para dejarla en Valparaíso.
Víctor “Tiburón” Contreras llegó a Punta Arenas la noche del 3 de febrero de 1979 y durmió en una casa naval para que en la mañana siguiente fuera a conocer la zona donde partiría nadando hasta llegar a Punta Delgada, cruzando así el Estrecho de Magallanes.
La Escuela Naval lo llevó hasta Bahía Azul. El cielo estaba completamente cubierto por las nubes más negras que Víctor haya visto jamás, se amontonaban como pingüinos invernando, el viento corría hasta los 30 kilómetros por hora, la temperatura ambiente era de unos once grados Celsius y el agua marcaba tres grados.
El ambiente era novedoso para el Tiburón, era algo nuevo, era aterradora la emoción que tenía por tirarse al agua, pero no le aterraba que en pleno estrecho había un grupo de ballenas orca esperándolo.
Una vez estudiadas las condiciones, Víctor volvió a Punta Arenas para terminar con una semana más de entrenamiento. Su entrenador de natación era una pesadilla para él, era una especie de etiqueta que necesita todo nadador de mar abierto para hacer de sus travesías algo legal. Su nombre era Carlos Sala, era un viejo entrenador que estaba a cargo de mejorar la técnica de nado del Tiburón. Es verdad, el Tiburón estéticamente nadando era horrible, era como un gato chapoteando cuando cae al agua, no tenía nada de estilo, ni mucho menos una técnica adecuada, pues, desde los ocho años de edad en que empezó a nadar, nadie le había enseñado ni siquiera como bracear. Carlos sin embargo, no fue la solución al problema. Estuvo trabajando con Víctor en las piscinas de la Escuela Naval de Punta Arenas, paralelo al trabajo físico que el atleta practicaba con trotes y pesas. Pero no sirvió mucho más que eso.
En uno de los entrenamientos, el Tiburón salió al costado de la piscina para descansar, cuando se le acercó el almirante Merino con cara de preocupación y de desilusión.
- No podí nadar. -Le dijo con voz fría, pero débil.
- Jaja. Ahueonao.
- El hospital de Punta Arenas no dio el permiso, dijeron que no estás con las condiciones físicas necesarias.
- ¡Pero no puede ser!, ¡Hijos de puta! -Víctor no paraba de gritar, estaba exaltado y corrió a su pieza a vestirse para ir al hospital.

Finalmente, ni el almirante ni el nadador pudieron convencer a los doctores. La situación era crítica, los ánimos estaban muy bajos y caldeados, sin embargo, el Tiburón de la nada sacó una sonrisa.
- ¿Y a vo qué chucha te pasa que tai tan contento? –Le dijo Merino al ver la cara de felicidad de Víctor.
- ¡Gustavo Charme po huevón!
Gustavo Charme era un doctor de Valparaíso muy amigo del Tiburón Contreras y de Merino, por lo que ambos no dudaron en contactarlo a penas consiguieron un teléfono. Cuando hablaron con él, le pidieron de inmediato el certificado que dijera que Contreras sí estaba capacitado, física y sicológicamente, para cruzar el Estrecho de Magallanes nadando. El doctor respondió rápidamente y envió por correo la autorización médica al hospital de Punta Arenas.
El problema estaba solucionado y todo hacía prever que la hazaña llegaba a su punto de partida. Era un sábado 17 de febrero del mismo año, a las seis de la madrugada y Víctor “Tiburón” Contreras estaba precalentando en las horillas de Bahía Azul, su cuerpo lo habían cubierto entero con aceite de lobo y llevaba puesto solo un gorro, unos anteojos de agua y su traje de baño azul con rojo. El clima era frío, corría un viento fuerte, el agua estaba muy helada, pero el mar estaba calmo, lo que significaba que ése era el momento para empezar. Todo estaba listo, habían unos corresponsales de prensa, el lanchón de la Escuela Naval estaba ya encendido, con sus tripulantes arriba, incluido entre ellos al cuerpo médico de la municipalidad de Punta Delgada, el encargado de la declaración jurada, que finalmente dejó a Contreras cruzar el Estrecho, el señor Jorge Bertolucci y el almirante Merino, quién de repente gritó: “¡Al agua pato!” y Víctor partió.
En los primeros metros, con un horrible chapoteo, Víctor parecía dominar las corrientes que iban a su favor, se veía tranquilo, muy preparado físicamente, a pesar de su 1,64 m. de estatura y sus setenta kilos de más gordura que musculatura. Sin embargo, otro problema impidió el avance. Al bote de seguimiento se le encontró una falla en la proa, por lo que se debió tomar precaución y se tuvo que detener la prueba.
Cinco para las once de la mañana el bote estaba arreglado, ahora si que nada podía salir mal, ahora si que estaban todos listos y se escuchó de nuevo: “¡Al agua pato!” y Víctor se tiró. Con el mismo estilo poco ortodoxo, el Tiburón nadaba por el Estrecho de Magallanes. Sabía que en esas aguas podía morir de hipotermia, sabía que en ese mismo lugar, en el año 1974, un barco petrolero de 206.700 toneladas llamado “Metula”, había derramado 50.000 tn. de oro negro y había arruinado con eso, 150 kilómetros de costa chilena. También sabía que al lado suyo nadaban ballenas asesinas, que un diplomático había muerto a causa de un ataque producido por una de ellas, pero también sabía que la primera persona en cruzar el Estrecho de Magallanes a nado, era una joven norteamericana llamada Linne Cox y eso era lo que a Víctor le motivaba más. Él tenía que ser el primer chileno en cruzarlo, y más aún, por que ya había fallado otro chileno que había tratado la hazaña, un nadador de Puerto Aysen llamado David Savá. Pero no solo él era lo que más le importaba, sino que debía ser un chileno el dueño de sus aguas, tenía que haber un sello chileno. Era su amor por Chile lo que más le motivaba, y por eso viajó hasta tan lejos.
Víctor braceaba a mar abierto, cuando a los cuarenta minutos le dio un principio de hipotermia, estaba morado entero, entró en una especie de pánico y estuvo a punto de levantar el brazo en señal de agotamiento. Pero fue en ese minuto, cuando Merino le gritó: “¡Por Chile, mierda, por Chile. Vamos Chile, carajo!”, entonces el Tiburón peleó hasta el final, braceó, braceó, se olvidó del cansancio y sus espantosos chapoteos y la marea a favor, lo hacían avanzar a mucha velocidad.
Eran las 12:20 hrs. y Víctor “Tiburón” Contreras había pisado por fin la tierra del continente en Punta Delgada. Las promesas y esfuerzos ahora eran un hecho. La emoción, tal como su personalidad, fue poca. El almirante Merino gritaba con honor, en Valparaíso, Mafalda lloraba de orgullo y En la otra orilla, Víctor hacía ejercicios para no enfriarse.


- Chao don Víctor, un placer haberlo conocido. -Le dije al Tiburón mientras
Mafalda me iba a dejar a la puerta.
Mi visita a su casa en Valparaíso me dejó más que contento y satisfecho, me dejó un aire de tranquilidad. Me emocioné cuando estuve sentado conversando con Víctor y su señora, casi ni anoté en el cuaderno, solo me dediqué a escuchar todas las historias de un gran deportista que tiene Chile. Una persona fría, de pocas expresiones, poca emoción y nada de nostalgia al recordar todas sus proezas. Un hombre soberbio, pero no de esos que molestan, sino que de los que hacen reír. Una persona que habla lo que piensa y que se sabe todos los modismos y garabatos del chilenismo, un orgulloso de su país y finalmente, una persona con la que creo que establecí una relación cercana.
Antes de que me fuera, el Tiburón y su señora, me invitaron para siempre a su casa, me dejaron las puertas abiertas.

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